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Cartas a mi becaria asturiana: Por una contrarreforma

Durante veinticinco años el régimen político español se basó en el consenso de la Transición. Un consenso de la inmensa mayoría en torno a nuestro marco constitucional. Independientemente de la calidad técnica y jurídica de la Constitución de 1978, ésta presentaba desde el primer momento una característica de la que carecían todas sus predecesoras: no era una Constitución de parte, sino que representaba la voluntad de la nación en su conjunto.


Ya en su investidura, el presidente del Gobierno anunció una reforma parcial de la Constitución, sólo aparentemente inocua. Sin embargo, el verdadero cambio no iba a venir, al menos en principio, de la mano de la reforma, sino de la mutación constitucional. Una reforma exige (por las mayorías cualificadas del Título X) el consenso entre al menos los dos grandes partidos nacionales. La mutación, por la vía de nuevos estatutos de autonomía, es posible –a salvo de lo que diga el Tribunal Constitucional- con tan sólo la mayoría absoluta de las Cámaras. Es cierto que hasta ahora todos los Estatutos y sus reformas habían contado con el consenso básico. Pero esta norma no escrita se ha roto con el Estatuto de Cataluña. Un nuevo Estatuto que no sólo se limita a la regulación de la autonomía de la región, sino que configura un nuevo régimen basado en la bilateralidad Estado-Comunidad Autónoma, de rasgos confederales, con base en inexistentes derechos históricos. Un régimen de nuevo cuño que se verá acentuado, si no se remedia a tiempo, por los nuevos Estatutos andaluz y vasco.


La deslealtad que supone no sólo el contenido, sino el procedimiento seguido para esta mutación, exige –a mi modo de ver- una contrarreforma de la Constitución, que haga imposible este tipo de maniobras. Roto el consenso de la Transición, cada partido tiene que hacer público y notorio cuál es el modelo de Estado que propone.


Si se pretende que España continúe siendo una nación de ciudadanos que se articule mediante un Estado capaz de llevar a cabo políticas comunes en todo el país, hay que revisar la definición de la autonomía como derecho (¿de quién, frente a quién?) y establecerla como principio de organización política.


Es necesaria ahora una reforma constitucional que dé a las Cortes Generales no sólo la última palabra en la elaboración o modificación de estatutos de autonomía, sino también la iniciativa para reformarlos. Asimismo debería establecerse una mayoría agravada para el voto final de la ley que los apruebe y restaurarse el recurso previo de inconstitucionalidad para ellos.


La Constitución debería reformarse para forzar un único sistema de financiación de las Comunidades Autónomas, reforzar las competencias exclusivas de la Administración General del Estado y revisar aquéllas definidas como competencias de las regiones y que se han demostrado disgregadoras, como es el caso de la educación. En todo caso, y como ya establecía la Constitución de 1931, el Estado debería reservarse la potestad de abrir centros educativos en cualquier parte del territorio nacional, en la lengua oficial y común de los españoles.


Reforzar el principio de jerarquía normativa, suprimir la delegación de competencias exclusivas del Estado y la mención a cualquier derecho colectivo predemocrático son otras de las reformas que deberían proponerse.


Desde 1978, el Estado no ha hecho sino ceder frente a las reivindicaciones de las minorías nacionalistas. Ya es hora de que la mayoría de los ciudadanos se vea reconocida en un régimen político que garantice su igualdad ante la ley, su soberanía nacional única e indivisible y su protección mediante un Estado con capacidad de actuación en toda España.

Pedro Sorela
Gustavo Bueno
Fernando Savater
José Luis González Quirós
José Luis Pardo
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