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Relato: El Krill

Hace unos años mi amiga psicóloga, hija de mi psicoanalista, me regaló para mi cumpleaños una pintura de un paciente psiquiátrico, un esquizofrénico paranoide con delirios de grandeza de tipo religioso.


La pintura en cuestión era un hombre, típico tema esquizo, el "yo", con una cruz en el pecho, en todo el pecho, símbolo de los delirios religiosos que aquejaban su alma enferma. El fondo eran cientos de espirales cuidadamente dibujadas y en tonos fluorescentes; se notaba que había hecho unas mezclas complicadísimas para obtener los tonos, dado que era probable que sus cuidadores solo le hubieran dado los colores primarios para pintar.


Lo más extraño de la pintura era que el personaje sostenía una baraja de lotería con una ballena plateada en la mano derecha y otra con un camarón lila en la izquierda. Eran insólitos símbolos de brujería, fetiches religiosos.


Me disponía a llevarlo a enmarcar, derecho por la 14 Oriente, cruzando las casitas verde menta, el campo de flores magenta, una iglesia, otra, otra, y el precioso edificio como de otro tiempo con su intemporal manicomio dentro.


Era un manicomio de ricos, a donde iban a parar personas con apellidos compuestos y rimbombantes, señores con cabellos rubiascos en este país de indios. Estaba a los pies de la Pirámide, donde tlaxcaltecas y cholultecas habían derramado la sangre de su contrincante en varias batallas. Cuando uno subía a la cima de la montaña que cubría la construcción cholulteca y veía hacia abajo podía ver a los pacientes jugando en el patio, todos vestidos de blanco dentro de su edificio blanco de yeso blanco tallado.


En eso estaba, caminando hacia Itzapa, atravesando el campo de maíz, cuando entre la milpa escuché un ruido extrañísimo, entre jadeo y gruñido, un sonido penetrante, difícil de ignorar, imposible de olvidar.


Pero esa vez lo dejé pasar, caminé más rápido y llegué a Marcos El Chonas, donde me hicieron un marco a medida para la obra del anónimo maestro delirante, uno de aluminio verde fluorescente.


Esa noche tenía una fiesta, como todas las noches de entonces, pero entre vodkapiña y vodkapiña no dejaba de acordarme del sonido de la milpa, preguntándome por la persona o criatura que lo emitía con tal intensidad, con tal desesperación. ¿Me atrevería a volver a esas altas horas para averiguar de qué o quién se trataba?


No me atreví. ¿Sería un paciente del Santa Gadea de la Pirámide? ¿un toro bravo escapado de la Hacienda Nueva Valladolid?


Esperé a que amaneciera, sin dormir a penas. Me levanté a tejer, a tejer una colcha inmensa y amarilla. Tejía sin parar, absorbida en cada ganchillo como si la actividad se tratara de mi alimento vital, tejía con una fuerza interna y única.


(¿mencioné que nunca había aprendido a tejer?)


Hasta que la terminé no dormí, tapándome hasta los ojos con ella.


Desperté a las 4 de la tarde, sudando.


La colcha amarilla tenía dibujada una ballena y un camarón. La ballena tenía la boca abierta y se disponía a engullirlo.


A mi lo que me estaba engullendo era el recuerdo del ruido de la milpa, de ese sonido desgarrador que parecía salir del centro de la tierra, como directo desde una placa tectónica hirviendo.


En ese momento no me resultó extraño haber tejido esa colcha, pensé que se trataba de mi inconsciente intentando captar la esencia de la pintura nueva, una mera traslación de sentimientos a pigmentos, en fin, no lo racionalicé, no tenía importancia, solo importaba el ruido, la criatura que me acechaba desde la milpa.


El dolor de esa criatura se había convertido en mi vida.


Mi compañero de piso vió la colcha que tejí y me pidió una igual, le parecía sumamente original. De paso me dijo que le pintara un cuadro como el que tenía colgado, parecía hechizado por él.


- No lo pinté yo Samuel.


- Se parece a tus obras, para mi es como si fuera tuyo.


Volví al campo de milpa. Fui adentrándome en él con una mezcla de miedo y alegría, como si estuviera a punto de saber lo que pasa cuando uno muere.


Estaba ya en el sitio donde lo escuché el día antes, pero solo había silencio. Entre el follaje había una pareja acariciándose, parecían dos hombres con sombrero, dos campesinos huidizos que seguramente habían dejado mujer ignorante e hijos en sus casas de adobe.


Me vieron y no les importó.


Silencio y más silencio.


El sonido infernal estaba metido en mí como un clavo de fuego, tenía que encontrar la relación entre lo que pasaba.


Don Armenio era un médico brujo de Itzapa que en su vitrina tenía hierbajos colgados y un niño dios con anteojos de pasta negra y un pene colosal. Hacía potingues para las enfermedades de la piel, brebajes para la fiebre y el mal de ojo y pócimas para el amor (y para la disfunción eréctil, eyaculación precoz y falta de lubricación). Era un semidiós en el pueblo y siempre había cola para consultarlo. Con cuadro y colcha bajo el brazo me fui a verlo.


- Don Armenio, es la primera vez que lo visito. Me han hablado bien de usted.


- Dime criaturita.


Le conté, le mostré el cuadro, la colcha tejida.


- Krilleos- me dijo


Una secta cuyo paraíso se alcanza al ser devorado por una criatura mayor o más fuerte, lo que llaman un Dios de poder. Es gente que se va sola a las montañas para que los devoren osos o coyotes.


La secta nació el siglo pasado, en la Patagonia, tierra de pescadores y de luz azul.


Fue un grupo de pescadores de krill, esta especie de camarones fluorescentes de los que se alimentan las ballenas y algunas personas de las costas frías. Fueron aquejados de una extraña marea roja y de eclipses perpetuos.


Dicen que el eclipse duró cien días, tras los que lanzaron a sus mujeres e hijos al mar, envueltos en sus redes de krill.


El pueblo se extinguió, pero uno de los pescadores viajó tierra adentro llevando consigo la extraña creencia de una vida eterna y santa que sucedía al ser devorado.


- ¿Hay krilleos en Itzapa?


- Hubo un caso hace unas décadas en Santa Gadea, pero el individuo murió prensado por las fauces de un coyote de monte.


Pero quien pintó este cuadro es evidentemente un creyente, y los gemidos que escuchaste tienen que haber sido de algún penitente krilleano.


Lo que todavía no entiendo es cómo ha conseguido obrar a través de tí.


- ¿Querrá sacrificarme?


- Es posible, pero con esta mezcla de ruibarbo y menta conseguirás mantenerlo alejado. Ven a verme en dos días. Deja aquí la pintura y la manta.


Me fuí de donde Don Armenio con un mal sabor de boca. Su explicación cuadraba, pero era un poco retorcida para mi gusto.


Krilleos, sectas, perversiones, ¿no había pasado eso de moda? ¿No era un brujo de pueblo un cliché más? Esta explicación fantasiosa de mi miedo no me convencía.


De todos modos y por si las moscas, decidí preparar el ungüento y bañarme en él. No estaba de más.


Mi sueño fue intranquilo, ví coyotes, ballenas, eclipses celestes, mares bravos, ballenas barbadas devorando millares de krill con un único zarpazo, sablazo limpio, guillotinesco.


El cuento de don Armenio me sonaba a prensa amarilla.


La fiesta de esa noche fue una de las mejores, conseguí vender una de mis pinturas nuevas a un coleccionista chino. La ebriedad tras los vodkapiñas me hizo olvidarme completamente de la novela barata de la secta, escapé del oscurantismo kitsch que me envolvía desde hacía días.


Estaba por encima de todo eso, lo mío era pintar magistrales lienzos y que se colgaran en paredes del otro lado del océano para ser apreciados por ojos rasgados o pálido celeste.


Pasé la noche pintando y fumando, extinguiendo colillas sobre el lienzo.


Al día siguiente, cuatro pe eme, abrí los ojos ante el amenazante ojo en closeup de un krill tornasol. En la córnea una colilla con puntos amarillos me aseguraba que haría otro artisticjointventure con Chang Hoi, lo mío dejaba hasta a Yayoi Kusama y a Panero mal parados.


- ¿Por qué no vamos a la playa Samuel? Necesito dejar Itzapa, todo este polvo, la humareda de los buses, los picantes tacos.


...En el mar, la vida es más sabrosa...


el vaivén de las olas

el vaivén de las olas

el vaivén de las olas

el vaivén de las olas

el vaivén de las olas

el vaivén de las olas

el vaivén de las olas


Ni todo el ceviche del mundo podía hacerme olvidar el ruido de la milpa, el momento terrorífico en el que había decidido ser inmune a esa presencia extraña y doliente. Estaba oculta y no la había descubierto, estaba allí, a mi lado, y no había tenido el valor de hacerle frente, había huido, embebida en banalidades, en mis ocupaciones domésticas y nimias, robot del absurdo.


Y para colmo había construido una historia que me lo explicaba todo, dando más vueltas de lo que usualmente da la vida, mezclando telebasura con literatura fantástica había creado el pastiche perfecto para ir delirando sobre un eje.


Las olas del Pacífico son hojas metálicas. Nadé con una tortuga muy grande un día, pensé que de ser krilleana el bicho sería un poético devorador de mi consciencia. Esa noche recé, recé por los krilleanos de la Patagonia, por Don Armenio en su localcito cuasi turístico, por los ricachones de Santa Gadea, por el pintor de mi cuadro. Tras un rosario completo me quedé adormecida por el turbador ruibarbo.


Volvimos a Itzapa con unas caparazones bajo el brazo. Los costeños locales nos enseñaron a hacer música con ellas, una música tribal y poderosa, música animal: graznido, gruñido.


Don Armenio me encontró mejor.


- El ruibarbo y los rezos te han sanado, ya no te persiguen, si esa tortuga no te devoró nadie lo hará, ella era un Dios de poder.


- ¿Es usted krilleano Don Armenio?


- Por una módica suma te puedes llevar esta crema de grillo de luna criaturita, la magia animal solo se combate con vida capturada. Vuelve a verme en dos días.


Y seguí yendo a ver a Don Armenio cada dos días, para encontrarme con nuevos capítulos de su fábula de fuertes y débiles, de su interpretación de la vida eterna, del reciclaje de la carne.


Seguí tejiendo de cuando en cuando, una noche y otra y otra los mismos motivos. Seguí preparando ungüentos y potingues para protegerme de ese mal, alimentándolo.


Pasé noches con mi miedo, pasé noches asaltada por recuerdos, pasé tardes viendo a los internos de Santa Gadea jugar, babear, balbucear, llorar…circunscritos a su patio blanco de paredes blancas con sus batas blancas a los pies de la magnánima pirámide cholulteca.


___________

Salió de Santa Gadea hace dos semanas, ha estado disfrazándose de campesina y ocultándose entre la milpa, la oían gritar, carcajearse.

Encontramos este cuaderno entre su ropa, unos óleos, lana fina, pero, por lo demás, parece que se esfumó.

Dicen que hay un león suelto en la montaña, parece que escapó del circo Hermanos Sánchez.

Tememos lo peor.

Pedro Sorela
Gustavo Bueno
Fernando Savater
José Luis González Quirós
José Luis Pardo
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