Heroica coquinaria: Noticia del Imperio
El tópico dice que en Estados Unidos no saben comer. Algo de eso hay. No es que los norteamericanos no coman, que se forran –los irlandeses de la gran emigración decían que "en América hasta el aire engorda"- sino que les falta imaginación, dedicación e interés por la gastronomía.
El general de los estadounidenses tiene un paladar y una aproximación a los placeres de la mesa que podríamos definir como infantiles. Un gusto irreprimible por el dulce y una identificación de la buena comida con la abundancia fuera de medida, como si de Carpanta se tratase. El gusto por lo dulce se refleja en su adoración por las sodas y colas, el maíz o los helados y se ha incorporado en buena medida a los concentrados vinos que mayoritariamente se producen y consumen -buenos como copa, complicados de maridar. Hasta Moet&Chandon ha creado una labor azucarada para el mercado americano: el White Star, equivalente al Brut Imperial.
De la abundancia, basta decir que la comida ideal de un buen americano es un filetón que rebose las dimensiones del plato, con una buena patata al horno y una mazorca de maíz. El porterhouse –el nombre deriva del que se daba a las tabernas donde devoraban grandes porciones de carne los porteros y cargadores del mercado de Covent Garden. Los inmigrantes sajones se lo siguieron dando, ya en los Estados Unidos, a los locales donde se servía carne y después pasó a denominar la pieza de mayor tamaño-, corte que aúna el lomo bajo con el solomillo ensamblados por el hueso del costillar y que haría las delicias de Pedro Picapiedra, es el rey de las cartas de los steak houses. No es raro ver a tipos hechos y derechos, encorbatados o con el mono de trabajo o el uniforme de UPS, que tras una comida o cena objetivamente excesivas, felices y contentos como niños, se aprietan sus dos grandes bolas de helado con sirope y barquillos.
Cantidad y dulce. Ahí se resume todo. Por supuesto que en los Estados Unidos hay muchísima gente interesada en los refinamientos de la buena mesa, magníficos restaurantes, tremendos cocineros, bodegas punteras, publicaciones especializadas, críticos influyentes y temidos del uno al otro confín (basta ver la que ha liado Robert Parker en el mundo del vino) y toda la parafernalia para situar al país como una de las mecas de la gastronomía mundial, lo que no es incompatible con que el común de los norteamericanos siga pensando que estos son asuntos sofisticados y extravagantes, propios de europeos. Que los snobs de Nueva York, Seattle, Boston o San Francisco estén locos por la moda coquinaria no contradice lo anterior. Al fin y al cabo los americanos de piel dura consideran a esa gente como europeos.
Lo que interesa ahora es llamar la atención sobre lo obvio: Estados Unidos es el mayor y más dinámico mercado nacional del mundo y eso se nota también en la cosa gastronómica. Al olor de la pasta gansa, todos los "estrellados" chefs se dan codazos por encontrar un hueco bajo el sol del dólar. La guía Michelín cruza por primera vez el Atlántico y saca un ejemplar dedicado exclusivamente a Nueva York. Las Vegas se ha convertido en la meca de los restaurantes de lujo y en un sitio donde se pueden tener algunas experiencias bastante exclusivas: el menú degustación en The Mansion -Robuchon al mando- es una verdadera ganga -16 platos por 295 dólares por persona- en una plaza en la que un "tirito" de Chivas Royal Salute de 50 años cuesta 1.050 pavos -Steakhouse del Bellagio-, o una hamburguesa bastante especial se puede encontrar por 5.000 dólares en Fleur de Lys -acompañada, eso sí, de foie gras y trufas, hecha con carne de kobe, e incluyendo una botella de Petrus de 1990 y de una copa exclusiva de Ichendorf.
No todo son excesos. El mercado hace que los clientes/consumidores se beneficien de la competencia y que los restauradores hagan cosas que aquí ni se les pasarían por la cabeza. Algunos ejemplos: un par de veces al año la práctica totalidad de los grandes restaurantes de las ciudades más importantes abre sus puertas para ofrecer menús a 22 dólares el lunch y a 33 la cena (en ambos casos se incluyen dos platos y postre); las cadenas de restaurantes de lujo o "exclusivos" también espabilan y hacen sus propias promociones, como happy hour de vino (mitad de precio en todos los vinos de la carta) todos los lunes, o happy hour de ostras todos los días a las horas en que la clientela flojea. Una de las principales cadenas de steak houses, Smith&Wollensky, celebra la última semana de septiembre su ya tradicional -la trigésimo novena este año- semana del vino. Por 10 dólares por cabeza se pueden probar 10 vinos nacionales seleccionados (vinos de nivel medio alto que no bajan de 50 dólares botella habitualmente) durante la comida. Sin límite de cantidad y con unos camareros que se empeñan en que las copas nunca se vacíen. No me digan que no les da un poco de envidia y que en esto, como en tantas otras cosas, nuestros mesoneros tienen algo que aprender.
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