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Faction: Retorno a Bucarest

Llegué a Bucarest el martes nueve, después de unas navidades fallidas de las que sólo puedo celebrar el apoyo de la extraordinaria familia y el de los muchos y buenos amigos. Siempre es difícil volver a una ciudad extraña, abandonar el calor de lo conocido y afrontar de nuevo riesgos e incertidumbres. Más si se vuelve después de haber perdido a la persona amada, a la magnífica A, cuando todo parece banal e insignificante. Como la otra vez, Elena me esperaba en Baneasa. Pero todo era distinto después de la decepción de A y las tensiones con la hija de Elena en España. Muy consciente de lo incómodo del momento y de mi bajo estado de ánimo me besó nada más verme y me dijo al oído: mi a fost dor de tine – te he echado de menos. Me dio cien lei para el taxi que no pude rechazar y con un aire de cómplice reproche maternal me dijo que debía devolvérselos la próxima vez. En dos gestos, con sutileza y amor, había conjurado cualquier sospecha de que la disputa con su hija iba a dejarme sin madre en Rumania.


Eran las doce de la noche y las calles estaban desiertas. El taxista callaba y en el viejo cassette del Dacia sonaba Voyage Voyage. Atravesando oscuros bulevares llegamos enseguida a Magheru. Pagué, dejé el equipaje en el apartamento y bajé a la calle. Quería comer algo y pasear un rato. Hacía menos frío que en diciembre cuando me fui, pero las calles me parecieron más vacías y tristes que entonces. Caminé hasta Piata Romana, y vi que han cerrado el mejor kebab de Bucarest. Tuve que conformarme con la discreta shaorma de The Killer Chicken.


El miércoles me despertó Vlad, el vecino del 64. Salí en pijama y entré en su apartamento. Estaba con Alina, encantadora como siempre, y no pude evitar una sensación de envidia. Mientras Alina se arreglaba para ir a la facultad jugamos unas partidas al FIFA y bebimos cerveza. Les conté lo de A y me dieron ánimos con algunas frases tópicas. Después llamó Cristi Bârlogeanu, que me vuelve ofrecer la casa en el monte para que vaya con una nueva novia rumana. No es mal sitio Azuga para curarse de los sufrimientos del amor, como hicieron Mihail Sebastian y su personaje de El Accidente, Paul. Comí en casa de Vlad y tras un gintonic sin hielo dormí una larga siesta hasta más de las seis. Incapaz de ponerme con los trabajos de la facultad, me vestí y bajé a la calle. Abrigado y con la bufanda que me regaló A caminé hasta Universitate, tomé Regina Elisabeta hasta Kogalniceanu, pasé por la facultad de derecho y la plaza de la Ó;pera y regresé por la orilla del Dâmbovita, dejando a la derecha la mastodóntica Casa del Pueblo. Volví a Kogalniceanu y entré en un ciber. Mensajes de algunos amigos, el blog de Arcadi ya sin nickjournal y un paseo por los reinos taifas en que se ha disgregado.


Era miércoles y quizá L, R, E, M y C quisieran ir al karaoke. Quería volver a ver a C, con quien tantas veces me ha parecido posible cuando estaba con A, pero tenían todos exámenes y no iban a salir. Sabía que la noche en casa no me sentaría bien, y decidí ir a ver a Cristy al Eden Club. Pregunté en la barra a Elena y me dijo que no trabajaba esa noche. Me senté en un rincón y bebí dos Timisoreana. Todo muy literario, con música melancólica de otros tiempos y la inexplicable fauna del inverosímil tugurio. Algunas veces, siempre con resultados muy logrados, he buscado en el Eden la postal de viajero maldito y atormentado. No esta noche, en la que sólo necesitaba alivio al doloroso vacío. Cuando estaba a punto de irme llegaron Tibi y Alex, amigos arqueólogos. Hablamos, bebimos, y la conversación se puso grave. Pronto se fue Tibi, y quedamos Alex y yo. Cristy venía de vez en cuando y nos presentó a un turista finlandés que estudiaba español. En precario y sufrido español me explicó, con la expresión de un niño nervioso y rígido ante el severo profesor, que tenía un amigo erasmus en Budapest, que habían bajado hasta la capital rumana para pasar unos días y que volvían mañana a Hungría. El Eden se agotaba y cambiamos de sitio.


Caminamos unos minutos en dirección a Lipscani y acabamos en el Deja Vù, en Magheru. Una vez me dijo Vlad que se reunen allí algunos rusos de Bucarest, y que si no hablabas su lengua su amabilidad se limitaba a permitirte fumar en la barra. Saludamos al gorila de la puerta y bajamos las escaleras. Un local del estilo de un pub inglés, mucha gente bailando y hablando en ruso y rumano y en las paredes un retrato de Stalin y otro de Krushev saludando a Castro. Chicas esculturales y guapísimas moviéndose frenéticamente al ritmo de canciones modernas rusas, rumanas, la Camisa Negra de Juanes y algo de reguetón, a las que se unían los fornidos muchachotes recostados en la barra cuando ponían Kalinka o algún otro clásico popular. Se acercó Olga, una rubia preciosa de la República de Moldavia. Dijo que estudiaba Administración en la Universidad de Bucarest, la del Estado, recalcó orgullosa, nos contó que en el Deja Vú se reúne buena parte de la comunidad moldava de la capital, que hablan indistintamente rumano y ruso y mintió que era la primera vez que venía por allí. Nos invitó a bailar, pero intimidaba el ambiente y la entidad de las mujeres que por allí se movían, y nos fuimos a dormir.


Yo con la alcohólica y muy firme intención ya desvanecida de aprender ruso y especializarme en la mayor de las culturas eslavas. Me acordé de Arturo, rusófilo pintor moldavo-español de los marqueses de Cubaslibres.


(El jueves era mi cumpleaños. Llamó A para felicitarme).


Pedro Sorela
Gustavo Bueno
Fernando Savater
José Luis González Quirós
José Luis Pardo
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