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Con acritud: El momento ciudadano

“El aire de la ciudad hace libre”

Formalmente la ciudadanía se refiere al atributo jurídico que corresponde a todo individuo como sujeto de derechos y deberes, y, más ampliamente, a nuestra facultad para participar públicamente como miembros plenos de la comunidad política. En lo que sigue se rastrearán las claves que han conformado su significado a través de las dos tradiciones teórico-políticas en las que se ha fraguado: la liberal y la republicana. Asimismo, esbozaremos las relaciones que el concepto mantiene con la noción de libertad política para, finalmente, determinar en qué pueda consistir el ejercicio de la ciudadanía en las sociedades contemporáneas y, concretamente, en la sociedad española.


La configuración lógica del concepto nos conduce al discurso político republicano cuya evolución histórica pasa por la Roma republicana, las ciudades-república italianas y las revoluciones norteamericana e inglesa de fines del siglo XVIII. Pese a las particularidades de cada momento, tales experiencias contienen elementos comunes relativos a la organización institucional de la sociedad y la caracterización de la condición cívica. Esta forma de entender la política parte del presupuesto antropológico según el cual el hombre es un zoon politikon. De ahí que la participación en el espacio público se considere como el cauce privilegiado de realización de la naturaleza humana. O dicho de otro modo: se presupone que incrementa nuestras oportunidades de autorrealización. Las capacidades ejercidas en el uso público de la razón enlazan con un optimismo ilustrado convencido de la perfectibilidad de los individuos tanto como del establecimiento definitivo de una sociedad bien ordenada. Llevada a su extremo, tal óptica corre el riesgo de desembocar en la presunción de que un grupo pueda saber cuáles son los verdaderos intereses de un individuo concreto mejor que este. El acuerdo racional sobre las decisiones políticas apuraría tanto las relaciones entre sociedad y Estado que llegaría a confundirlos, en línea con el totalitarismo. En cualquier caso, la reactivación que la tradición republicana conoce en la actualidad radica en la recuperación de la dimensión participativa de los ciudadanos, insistiendo en el cultivo de las virtudes cívicas orientadas al bien común. Entre sus contenidos cabe subrayar la defensa de un tipo de democracia que quiere ir más allá de la representación, enfatizando los mecanismos deliberativos como canal idóneo en la toma de decisiones y postulando la elaboración de normas políticas según una requisitoria procedimental que garantice su carácter racional. A ello viene a sumársele un horizonte transnacional, en donde el amor a la patria -virtud central en el republicanismo cívico- pierde fuelle frente al diseño de una ciudadanía incluyente de corte cosmopolita. La idea supone una reformulación del concepto moderno de ciudadanía, el cual estaba genéticamente vinculado a la nación política, en tanto su emergencia implica la traslación de la soberanía del monarca a los individuos (soberanía nacional), como ciudadanos de un Estado previamente delimitado. Los rasgos de la situación internacional actual -derivados de la mundialización económica y los flujos migratorios- detonan el rebrote de un dilema relacionado con la problemática acerca de la posibilidad de que las democracias rebasen sus fronteras nacionales, tal y como el experimento europeo pretende.


Curiosamente, la equivalencia entre republicanismo y democracia no resulta nítida. La fórmula republicana romana apostaba por combinar elementos de las tres formas políticas (monarquía, aristocracia, democracia) en una suerte de gobierno mixto, tal y como Polibio expuso. La solución ofrecía una salida al proceso degenerativo propio de las formas puras, privilegiando un espíritu estabilizador que reaparecerá en las ciudades-estado del medioevo italiano así como en la constitución norteamericana, cuyo sistema institucional canaliza las luchas de intereses a través de un mecanismo de equilibrio de “cheks and balances”. Este celo por diseñar un sistema de gobierno que permita controlar el ejercicio del poder conectará con la concepción instrumental de la actividad política propia de la tradición liberal, basada en asegurar la protección de los derechos individuales. Quizá Montesquieu simbolice aquel punto de inflexión en el que el liberalismo absorbió al republicanismo clásico, justo en el momento en que este tomó la senda de la democracia radical. Su teoría de la división de poderes traduce desde un punto de vista institucional (ejecutivo, legislativo, judicial) la concepción mixta de gobierno, añadiendo un modelo de contrapesos a la garantía de protección de los derechos básicos. La consolidación del sistema representativo, la instauración del sufragio universal (que extendió la capacidad de rendir cuentas al gobierno a todos los miembros de la sociedad), la sujeción del poder al imperio de la ley y la exigencia de la neutralidad institucional respecto de las diferencias acabaron por apuntalar el sistema político occidental vigente: la democracia liberal. No obstante, el discurso liberal se articuló teóricamente a partir de unas premisas que ponen en cuestión la dimensión ciudadana. El mito del contrato social que le justifica se nutre de una metodología individualista orientada a defender derechos prepolíticos supuestamente anteriores a toda interacción social. Ciertamente, la reducción de la naturaleza humana a la satisfacción de deseos (en persecución del placer y evitación del dolor) restringe la fe en la razón a un uso estratégico, lo que parece ahuyentar sospechosos optimismos metafísicos. Pero a su vez, dicha concepción antropológica cuadra con la utopía mercantil desde el momento en que se advierta cómo una mano invisible transforma intereses egoístas en bienes colectivos y, por ende, en la consecución de la armonía social. Cuando menos desde su versión utilitarista, el liberalismo también aboca al sueño ilustrado de un mundo feliz, copia en negativo del discurso republicano. Sea como fuere, lo revelante para nuestros intereses es constatar la tendencia del sistema liberal representativo a tomar un rumbo elitista que, entendiendo la democracia en analogía con el mercado como “aquel sistema institucional para llegar a las decisiones políticas, en el que los ciudadanos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo” (Schumpeter), reduce el papel de la ciudadanía al de meros consumidores/electores, dando por buena al cabo su apatía política[1].


Llegados a este punto es necesario indagar hasta qué punto cabe un solución que justifique la acción ciudadanía sin que ello repercuta en un giro invasor que determine la esfera de la autonomía individual. La postura aquí defendida considera que el imprescindible componente político de nuestra condición humana no implica una predominancia tal que justifique su intromisión en otros ámbitos de nuestras actividades, necesariamente extrapolíticas. A este respecto, hemos de explorar las dimensiones del concepto que anda tras de nuestras acciones: el concepto de libertad política. En este sentido -y en lo que nos ocupa-, es imprescindible retomar la distinción clásica enunciada por Constant entre la libertad de los antiguos y la de los modernos. Definiendo la primera en términos de participación política en los asuntos colectivos, el francés ya advirtió de lo inadecuado que resulta pretender aplicar modelos clásicos en las sociedades modernas, en donde la libertad se refiere a la esfera privada de los individuos. Consciente de ello, todavía Hegel procuró en su obra mantener el aspecto participativo de la libertad positiva interconectando Estado y sociedad a través de organizaciones corporativas, de modo que la condición del voto (entonces censitario) residiese no en la propiedad cuanto en el oficio, llamando a un sufragio responsable. No obstante la dimensión negativa, individual o mínima de la libertad -la disposición de un ámbito libre de interferencias externas- acabaría imponiéndose. Para comprender mejor cuál es el alcance de nuestra dimensión ciudadana, hay que profundizar algo más en el debate entre la libertad negativa y la libertad positiva.


Resulta evidente cómo la clave del sentido negativo entronca con la tradición liberal: la protección de la autonomía del individuo, según un programa que exige un grado máximo de no interferencia compatible con las exigencias mínimas de la vida social. Frente a esta concepción, la libertad positiva como libertad para la acción (o capacidad para poder hacer) despierta nuestra supuesta facultad de autorrealización racional, comprometiéndonos públicamente. De acuerdo con sus abogados, el ejercicio de la libertad positiva podría fundamentar racionalmente nuestras acciones -rebasando su aspecto instrumental-, toda vez que responda a las condiciones a priori de la razón formal, resguardo de la autonomía moral. O bien derive de un proceso de formación de la voluntad avalado por un proceso discursivo dado en una comunidad ideal de diálogo. En ambos casos, si bien el último resulte más sofisticado, se trata de acordar objetivos justificados ética y racionalmente, de alcance universal. Isaiah Berlin, el mayor teórico de la libertad negativa, no pondrá en duda la honestidad del vector positivo en el estimulo de proyectos de autogobierno social; su insistencia en la primacía de la libertad negativa responderá no obstante de un motivo más profundo, inserto en su concepción pluralista de la realidad y la naturaleza humana. Su afán en respetar la multiciplicidad de fines que los hombres pueden elegir conecta con su convicción en que no es posible perfilar un modo definitivo de vivir en sociedad. La libertad negativa es un fin en sí mismo en tanto asegura la existencia de diferentes posibilidades de elección de los fines del hombre. No se trata de renunciar a nuestros sueños sino de respetar que todo el mundo tenga el suyo. Precisemos que la inexistencia de un código de valores objetivo no deriva en un relativismo absoluto, cuenta habida de los valores básicos que pueden ser extraídos de la historia cara a la organización de sistemas sociales. En cualquier caso, y sin que quepa hacerla participe de un sistema liberalista doctrinario, esta noción de libertad apela a un uso cívico de la libertades políticas orientado a asegurar el ejercicio de las libertades individuales.


Volveremos enseguida sobre ello.


Previamente es necesario advertir cómo no es tan sencillo zanjar el debate en torno a las libertades. Y ello en la medida en que nos percatemos de cómo las condiciones del ejercicio de la libertad negativa dependen de la libertad grupal. O dicho de otro modo, de que la autonomía individual no es la premisa, sino el resultado de la vida en comunidad. De hecho, las capacidades individuales se abren paso a través de la participación en lo público. El dato históricamente incontrovertible da pie a la exaltación del discurso republicano, llamando a la participación no ya como medio sino como modo de ser libre. El problema radica en la coloración moral a la que entonces quedan sujetas las instituciones políticas, no sólo por contraste con la neutralización propia que aplica el sistema liberal -ajena a cualquier concepción particular del bien o de la naturaleza humana- sino por el riesgo de caer en el discurso identitario del comunitarismo. Discurso que anclado en los valores sustantivos originarios, fundados en un determinado sistema moral, sostiene que tan sólo nos comprendemos a nosotros mismos como miembros de una comunidad. De la identidad personal entendida como comprensión compartida al sentimiento de pertenencia como reivindicación política (de la politización del sentimiento a la sentimentalización catastrófica de lo político) media un paso. Superponiendo tradiciones tribales a las sociedades actuales desembocamos en una modulación multicultural de la ciudadanía que antepone el reconocimiento de derechos colectivos a los individuales.


Difícilmente podría imaginarse mayor distorsión del concepto de ciudadanía. Ciertamente, el republicanismo se distancia de una tal deriva primando el componente participativo. El status de ciudadanía lo otorgaría entonces la práctica de las libertades públicas, la cual, abundando en la deliberación intersubjetiva entre iguales, transformaría -en la versión habermasiana- nuestro poder comunicativo en poder político. La visión republicana contiene además el empeño por acentuar las medidas igualitarias, traducibles en la implementación de mecanismos redistribuidores y de reasignación de recursos que, en la más purista teoría liberal interferirían contra la autonomía del individuo. La precisión no es baladí, demostrada la conexión entre las condiciones del ejercicio de la libertad y el principio de la ciudadanía -a través de la igualdad de oportunidades. En su ausencia, la solidaridad ciudadana carecería de sentido.


No resulta sencillo modelar una teoría de ciudadanía redonda. La dialéctica entre la tradición liberal y la republicana que hemos hecho corresponder con los sentidos negativo y positivo del concepto de libertad nos sitúan en un estado pendular que quizá pueda solventarse acudiendo a una tercera vía. Salida ya insinuada que pasa por subrayar la necesidad de participar activamente en la vida política como la mejor forma de proteger nuestras libertades individuales. Tal orientación, sugerida por el historiador Quentin Skinner, no busca ahondar en ideales emancipatorios o activar una transformación social más allá de lo conocido, cuanto proteger las instituciones que nos permiten ser libres. Esta mínima exigencia debe complementarse con la garantía institucional de que todos los miembros de una sociedad tengan acceso a participar por igual de las libertades políticas. Posibilitando una igual libertad para todos. Para que todos sean susceptibles de ocupar cargos públicos e influir en el resultado de una decisión política. Quizá, en palabras de Rawls, el papel de las libertades públicas (diríamos: el rol de la ciudadanía) no sea sino un instrumento para la conservación de las libertades básicas. No resulta un papel secundario en sociedades donde las instituciones ven erosionada su legitimidad por el uso partidista que sobre ellas ejercen los gobierno de turno; donde el debate sobre la estructura territorial del Estado se encuentra enfangado en romanticismos decimonónicos fundados en ridículos sentimentalismos; donde el sectarismo y las supersticiones enturbian constantemente el debate público; donde el consenso sobre los aspectos esenciales que afectan a la solidaridad ciudadana y la cohesión social (educación, sanidad, hacienda, seguridad, política exterior) están en suspenso. En el momento ciudadano no se trata de politizar a la ciudadanía sino de civilizar a los políticos.


[1] En los términos de Robert Dahl las características de las democracias reales, que él denomina poliarquías, se reducen a los siguientes: 1) Cargos electivos para el control de las decisiones políticas. 2) Elecciones libres, periódicas e imparciales. 3) Sufragio inclusivo. 4) Derecho a ocupar cargos públicos en el gobierno. 5) Libertad de expresión. 6) Existencia y protección por ley de variedad de fuentes de información. 7) Derecho a constituir asociaciones u organizaciones autónomas, partidos políticos y grupos de interés.

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