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La mirada infernal: I. Crash: El abismo del deseo

Se acaban de cumplir diez años del estreno de Crash, la polémica película dirigida por el canadiense David Cronenberg, que adapta la no menos controvertida novela de James G. Ballard publicada en 1973 con el mismo título. El estreno en el Festival de Cannes fue motivo de un gran escándalo, debido al tipo de sexualidad que esta obra trata de explorar. Pero la polémica mundial no se limitó únicamente a su contenido erótico, sino que también alcanzó a la perturbadora psicología que sustenta los actos de sus personajes. Cronenberg logra entregarnos un despiadado pero lúcido informe desde el centro del huracán de un tema que pocas veces puede verse cifrado de una manera tan apabullante en una pantalla.


Crash es una película que desde un primer momento trasciende su naturaleza como ficción para adentrarse en el ámbito del ensayo fílmico, pues plantea una arriesgada propuesta de análisis de los límites de la psicología y el comportamiento humanos. La problemática que trata y la voluntad de llegar hasta las últimas consecuencias la convierten en un ejemplo de lucidez y riesgo a partes iguales. Cronenberg opta decididamente por enfrentarse al reto de adaptar una novela cuya lectura lo había conmocionado, y lo hace con la pretensión de contagiar al espectador ese fértil desconcierto, esa posibilidad abierta de lecturas.


Con Crash sucede como con otras películas que comparten sus mismas características radicales (‘radical’ en su sentido etimológico de “ir a la raíz” del problema) y que yo quiero encuadrar aquí bajo el título de ‘La mirada infernal’, por lo que ésta tiene de visión dirigida hacia el abismo. Estas otras películas que comparten con Crash su naturaleza abisal son: Irreversible (2002) de Gaspar Noé y Dogville (2003) de Lars Von Trier. Mi interpretación es que en cada una de estas tres obras se percibe el compromiso de analizar la parte más insondable del ‘homo sapiens’ desde el mismo vórtice de su espiral. Ninguna de ellas procura dar respuesta a causas contingentes, pues las dirige algo más profundo, un intento de reflejar y reproducir la esencial ambivalencia sobre la que está constituida nuestra propia condición. Para ello sus directores adoptan un enfoque microscópico y descontextualizador, casi abstracto, para poder observar claramente casos concretos sin que en ellos incidan apriorismos ideológicos, morales o religiosos. En esa independencia se demuestra la verdadera autonomía de la obra de arte total.


En su depurado grado de abstracción y en la elección del signo interrogador por delante del significado blindado, el contenido de estas obras no toma, por sí mismo, partido por alguna interpretación determinada de lo que muestra. Hay un enfoque claro, pero no se trata de una interpretación. La complejidad del conjunto es un reflejo de la profunda ambivalencia de la realidad, que en su grado más puro no es catalogable con criterios esencialistas. La multiplicidad es la norma de lo real y clausurar su verdad en un único sentido, dogmático y excluyente, significa su mutilación. Estas películas tratan de hacer justicia a esa ambivalencia fundamental y por ello resulta imposible tomar partido sobre su contenido sin descubrirse uno mismo. Es decir: otra característica decisiva común a las tres es su condición de espejo en el que el espectador proyecta sus deseos, teorías o miedos, de manera que muchas de las opiniones que tratan de interpretar estas obras no sirven para otra cosa mas que para retratar la mentalidad del que las ha proferido. Me voy a servir de estas películas para intentar ilustrar tres aspectos diferentes de la condición humana más esencial, esa que, por su propia naturaleza abisal, se construye sobre fundamentos no aprehensibles racionalmente. Estos elementos originarios que posibilitan todo grado de existencia sólo pueden sugerirse en celuloide de manera extremadamente elíptica a partir de los efectos que generan. Esta operación representativa resulta imposible a partir de dichos fundamentos, pues su naturaleza es irrepresentable e incluso impensable. En este primer artículo abordaré Crash.


I. Crash: el abismo del deseo


La obra de David Cronenberg, centrada en las sorprendentes peripecias del matrimonio Ballard, explora durante 95 impactantes minutos una manifestación de la sexualidad que a simple vista puede parecer patológica: la fusión de la carne con la tecnología. En la película, los accidentes de coche funcionan como estimuladores de un deseo sexual adormecido y que busca mayores retos para desplegarse. Pero estas conductas no son tan patológicas como puede parecer en un principio, pues en realidad implican a todo ser humano aparentemente normal. La diferencia entre lo considerado normal y lo calificado como anormal en este caso es únicamente de grado, no de esencia; el potencial patológico lo tenemos todos en nuestro interior, pero no en todos los casos se despliega, pues requiere para ello de unas circunstancias determinadas. Todo esto se puede entender perfectamente a partir de la teoría del ‘deseo mimético’ del pensador francés René Girard.


La característica principal de la tesis de Girard (autor poco conocido en España pero de consolidado prestigio internacional), la que la hace tan particularmente reveladora, es la introducción de un tercer elemento en la dupla del deseo clásico, formada por el sujeto y el objeto del deseo. Según esta interpretación asumida mayoritariamente, todo deseo individual surge de la propia personalidad definida y diferente del sujeto, es decir, de una identidad primigenia e inmutable. De esta manera, todo sujeto sólo desearía lo que su específico interior le señala espontáneamente. Pero Girard rompe con este simple esquema dualista cuando introduce el tercer elemento citado: el modelo (figura del deseo ‘triangular’). El modelo funciona como el verdadero mediador del deseo del sujeto, revelándose de esta forma la naturaleza mimética del hombre y la volubilidad de sus deseos más profundos. Por tanto, en cada uno de nosotros existe la necesidad interna de desear (necesidad que funciona como vehículo identitario), pero no por ello esos deseos concretos son espontáneos, sino un reflejo de la conflictiva dialéctica sujeto-modelo. La gran mayoría de los deseos humanos, y sus posteriores conflictos, surge de la ‘mímesis de apropiación’, es decir, de la voluntad de apoderarse de lo que confiere a determinados sujetos un estatus diferente y de dominio. El criterio del otro se convierte en nuestro criterio a la hora de definir nuestra personalidad, con lo que el proceso pierde en objetividad. Todo ello teniendo en cuenta, para mayor complejidad, que un sujeto puede funcionar al mismo tiempo como modelo y también como esclavo de otro sujeto que es su mediador. En esta espiral mimética enloquecedora nadie es capaz de alcanzar una verdadera autonomía y su existencia se limita a la vana persecución de ilusiones de dominio y a una lucha constante.


René Girard, como Denis de Rougemont en El amor y Occidente, define el deseo como un deseo del obstáculo. Ambos entienden que toda pasión se alimenta de los obstáculos que se le oponen y muere ante su ausencia. El sujeto pretende la autonomía a través del obstáculo que le supone el mediador, pero la paradoja es que esta voluntad de autonomía engendra una realidad esclava y dependiente de la que ya no se puede escapar una vez se entra en ella. Toda esta espiral delirante transfigura la realidad psicológica de las personas implicadas hasta el punto de que para ellas lo más destructivo acaba pareciendo lo más verdadero.


En definitiva, la ‘maldad’ humana, nuestra agresividad más conflictiva, según la tesis girardiana, surge básicamente de nuestro propio interior y es común a toda la especie, no respetando su verdad ninguna diferencia cultural. Toda violencia de aniquilación se articula a partir de nuestra conflictiva naturaleza mimética. Este pesimismo antropológico distancia a la obra de Girard de creencias rousseaunianas que predican la bondad individual y la culpabilidad social, sentir mayoritario en el pensamiento contemporáneo occidental. Pero leyendo a Girard se comprende que el simple desvincularse de la servidumbre que representa la norma social no conduce a un mayor grado de libertad, sino a una servidumbre todavía más opresiva: la que imponen los imperativos elementales de la condición humana, su ‘polemos’ esencial, su innato sentido de la agresión, su inherente masoquismo y sadismo. Como nos recuerda la polémica ensayista norteamericana Camille Paglia, todo postulado ilusorio y angélico sobre la condición humana consigue potenciar lo que en principio pretende condenar: “todos los caminos que salen de Rousseau conducen a Sade” (Sexual Personae, pág. 43).


El universo de Crash es netamente ‘girardiano’. Es un mundo en el que los individuos, con la caída de las jerarquías clásicas, ya no tienen referencias de orden heredadas a partir de las que dirigir su existencia y la búsqueda de nuevos modelos enloquece sus vidas, presididas por la angustia y una constante persecución. El matrimonio Ballard (James Spader y Deborah Unger) tiene dificultades para alcanzar el orgasmo y no se siente lo suficientemente motivado en su deseo. Ante el acecho del sinsentido de su nada particular, desean desear (como afirma Nietzsche en La genealogía de la moral, “el hombre prefiere querer la nada a no querer”. Antes desear algo, aunque sea destructivo para uno mismo, que el simple no desear. Resumiendo: el sentido por encima de la simple existencia). Ambos personajes se encuentran en un nivel de evolución de su deseo a partir del cual ya sólo la muerte puede satisfacerlos.


Una de los elementos más perturbadores de la película de Cronenberg es la naturaleza del grupo de desarraigados que exploran su sexualidad y buscan un sentido a sus vidas a partir de las catástrofes automovilísticas. En realidad se trata de un auténtico culto sacrificial organizado alrededor de los accidentes de coche, en el que sus oficiantes son las propias víctimas. Una de sus actividades, por ejemplo, consiste en recrear accidentes en los que fallecieron estrellas de los medios de comunicación, como es el caso de James Dean, Jayne Mansfield, Albert Camus o Grace Kelly. La mayoría de estas celebridades accedieron al status de ‘estrella inmortal’ paradójicamente al matarse con sus coches, es decir, gracias al poder sagrado que la muerte ha tenido siempre en todas las sociedades humanas. Con cada accidente nuestros personajes tratan de conjurar la muerte con la intención de extraer de ella la fuerza necesaria para volver a poner en marcha un deseo paralizado y unas vidas rotas y desconectadas de todo. Este grupo de desarraigados necesita sentirse vivo de nuevo y de acuerdo a su lógica un accidente, tanto los ritualizados como los provocados en la carretera, no son acontecimientos destructivos sino creadores y liberadores de energía. Pero la muerte es el fin buscado, más tarde o más temprano, por esta forma de vivir la sexualidad. Como nos recuerda la citada Paglia, llevar hasta las últimas consecuencias el deseo sexual conduce al sadomasoquismo y es pura invocación a ‘thánatos’. El deseo, sin el control moderador de una ratio, tiene por único desenlace posible la destrucción.


El culto sacrificial funciona en Crash como una secta que no está unida por sus creencias, sino por pulsiones y necesidades urgentes, por el sexo y por la llamada infernal de la muerte; no por normas, sino por una obsesión imparable, una profunda y elemental interpelación. Pero como he dicho anteriormente, la evidencia de que no va a perdurar el grupo, pues su fin irremisible es la muerte violenta de todos y cada uno de sus miembros, se palpa a cada instante, tanto en la mente del espectador como en la de los protagonistas de esta tragedia. La finalidad, lo que los une, es la aniquilación, la autodestrucción como punto final de su experiencia vital. Y todo ello lo llevan a cabo con una frialdad alucinada e impactante, como si respondieran en realidad a una voluntad superior y no a la suya propia.

El grupo suicida está liderado por Vaughan (Elías Koteas), y de él forman parte: el piloto de carreras retirado Colin Seagrave; la doctora Helen Remington (cuyo marido muere en el accidente con Ballard); Gabrielle, chica multiaccidentada, que se mantiene en pie gracias a unas aparatosas prótesis metálicas y que en la parte trasera del muslo tiene una enorme cicatriz abierta de la que extrae insólitas posibilidades eróticas; y el matrimonio Ballard, James y Catherine.


Vaughan, que conduce un Lincoln del 63, negro y descapotable (el mismo modelo que dio sepultura a JFK en las calles de Dallas), es el personaje clave de toda la trama, pues su tenebroso carisma dirige los actos del resto de protagonistas. Vaughan posee las dotes de una divinidad infernal, semejantes a las del Dioniso de las ‘Bacantes’ de Eurípides, pues observa y se abisma en todo lo que la conciencia humana desea desplazar de sí misma, lo fija en fotografías y recopila éstas en un álbum perturbador, eje de su proyecto de reconstrucción del cuerpo humano mediante la tecnología. Maestro de ceremonias de los cultos fetichistas (la reedición del accidente mortal de James Dean, por ejemplo) y líder iniciático de los nuevos miembros del grupo, pone en marcha las pulsiones más elementales y las dirige contra sí mismas. Revela la verdad del deseo humano. Su citado proyecto en realidad no es otro que el del deseo mimético, del que él es una lograda figura, el modelo-obstáculo, el mediador enloquecido que también busca un modelo trascendente e inalcanzable con el que colmar su delirio.


Pero, a la luz de lo expuesto a partir de la teoría mimética de Girard, debe quedar claro que estos perturbadores personajes de Cronenberg no son en realidad diferentes a cualquiera de nosotros. Ellos simplemente han llevado las características que todos poseemos demasiado lejos, dirigidos por circunstancias contigentes, que son las que disparan la anormalidad final y espectacular de sus conductas. No hay, por tanto, en la película de Cronenberg el retrato de una anormalidad chocante, de una realidad ajena a nuestra naturaleza, sino su plasmación más extrema e incondicional. La estampa más fidedigna de nuestra parte más oscura, esa que no queremos ver ni mucho menos entender.

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