Otras observaciones: El éxito de Paul Auster
No he leído aún Brooklyn Follies y no sé si esa será la novela redonda que los austerianos esperamos de Auster. La última ha sido La noche del oráculo, y hay un momento en que parece que el autor va a lograrlo al fin. Pero otra vez naufraga. En esta ocasión aguanta un poco más, hasta los dos tercios en vez de hasta la mitad como nos tiene acostumbrados; pero de nuevo se le acaba desmoronando el edificio. El de esta novela es particularmente complejo. De hecho, ya es un prodigio haberlo conseguido armar y habernos mantenido durante tanto tiempo el interés; el salto desde ahí quizá ya sólo estaba al alcance de un genio. Y Paul Auster no es un genio.
Tampoco creo que sea, en realidad, un gran novelista, sino más bien un novelista menor: pero en el sentido no derogatorio en que se dice de un poeta que es un poeta menor (el famoso minor poet de los ingleses). Pertenece a ese género de artistas que no alcanzan el gran arte, pero sí atisbos, y que, en cualquier caso, muchas veces los preferimos a los otros; porque poseen esa cualidad que, a decir de Stevenson, resulta imprescindible para que las demás no se apaguen: el encanto. Uno entra en los libros de Auster y desde el primer renglón se reencuentra con el placer de la lectura. Auster consigue despertar la ingenuidad en lectores que ya han leído muchas novelas y que están, incluso, cansados de novelas.
Esto, unido a que él mismo cae bien como persona y a que ha conseguido encarnar una imagen amable del escritor contemporáneo, hace que se le conceda un valor que siempre está unos grados por encima del que se merece. Auster es un buen escritor, pero no tan bueno como todos (yo inclusive) hemos decidido que es.
No empecé a pensar en este asunto hasta que leí un artículo de Elvira Lindo en que relataba la extrañeza de unos amigos neoyorkinos ante el éxito de Paul Auster en España, cuando en Estados Unidos no pasaba de ser un autor de tantos. Como si se hubiera pinchado una burbuja, sólo entonces me atreví a reconocerme a mí mismo que las novelas de Paul Auster habían terminado aburriéndome todas. Sin yo percibirlo, me había dejado llevar también por la ola de la estimación incondicional hacia Paul Auster. Es una de esas extrañas unanimidades que se forman en el mundo de la cultura. Los lectores necesitan a un determinado autor y, si no existe, se lo inventan: escogen a uno que vaya en la dirección anhelada y completan sus carencias con proyecciones propias. En el caso de Paul Auster, me parece que se ha buscado a un autor que escriba novelas modernas que se lean como antiguas; un autor que escriba novelas para adultos que puedan leerse con pasión adolescente. En España, además, hemos sucumbido al cosmopolitismo de su mundo norteamericano, y a la mitología particular de Brooklyn: quizá por respirar un poco de aire exterior en medio de nuestras estólidas "realidades nacionales".
El lector español habitual no repara en que Auster sólo cumple a medias esa promesa: únicamente en el tramo en que logra mantener en pie sus narraciones. Luego éstas se hunden, o se precipitan, o se deshilachan, o se pierden en vías muertas... Pero, paradójicamente, puede que en este fracaso esté la prueba de su éxito artístico; o, al menos, de su honestidad como escritor.
En el que es, sin duda, su mejor libro, el único que me parece redondo y sin tacha, La invención de la soledad (y que, significativamente, no es una novela), Auster traza un mapa minucioso de sus obsesiones: la memoria, la casualidad, la paternidad, la identidad, la ficción de la realidad y la realidad de la ficción, la habitación como lugar de aislamiento y de regeneración, la habitación como lugar de la soledad del escritor... Las asociaciones que va estableciendo al hilo de esto último son de alto voltaje: la habitación del escritor -la frase de Pascal referente a que la infelicidad del hombre se basa en que es incapaz de quedarse quieto en su habitación - la habitación donde Ana Frank esperó la muerte - la habitación donde Hölderlin vivió sus cuarenta últimos años de locura - la habitación donde Emily Dickinson escribió toda su obra - la habitación de Van Gogh - la habitación en la que están solas las mujeres de Vermeer - Robinson Crusoe en su isla - Jonás en el vientre de la ballena - Pinocho y Gepetto en el vientre del tiburón - Pinocho salvando a su padre - Eneas salvando a su padre - Mallarmé velando a su hijo muerto - el hijo de Auster aislado en una cámara de oxígeno para salvar la vida - Scherezade salvando su vida mediante la narración de historias... La invención de la soledad es el libro en el que Auster encuentra (o forja) su voz. Todas sus novelas posteriores se desprenden del semillero que es ese libro. Y la paradoja apuntada en el párrafo anterior consiste en esto: para ser fiel a su libro fundacional, Auster no ha podido escribir sino novelas fracasadas.
El propio autor lo indica: "En un trabajo de ficción, se da por sentado que hay una mente consciente detrás de las palabras de una página; pero ante los acontecimientos del así llamado mundo real, nadie supone nada. La historia inventada está formada por entero de significados, mientras que la historia de los hechos reales carece de cualquier significación más allá de sí misma". En sus novelas, Auster reproduce como escritor lo que suelen hacer sus personajes: perseguir una obsesión, internarse por caminos que pronto se revelan como laberintos que conducen a la soledad... Los personajes de Auster suelen perderse o toparse con un muro más allá del cual no hay nada. Y al escritor Auster le pasa lo mismo: llega un momento en que sus novelas pierden fuelle y sustancia, y la narración se acartona. El lector crítico lo lamenta y echa de menos la perfección. ¿Pero y si ese fracaso narrativo fuese el efecto estético que a esas novelas les corresponde? Algo así como la decepción que le produce al lector que se interna con ánimo romántico en La educación sentimental de Flaubert. O aquel pensamiento tan sutil de Duchamp acerca del tedio que producían los happenings: "Es una forma de ennui, de hastío, y cuanto más te aburras más happening es. Aburrimiento no es la palabra adecuada, pero en un happening las cosas pasan, sin más, como pasarían en cualquier otra parte. Es una forma agradable de indiferencia".
El asunto es que el éxito acrítico que Paul Auster tiene en España le hurta su auténtico valor artístico: el que anida en esa segunda mitad fracasada de cada novela (o en el último tercio, en La noche del oráculo), en ese aburrimiento y desasosiego que desprende y que termina convirtiendo al lector que lo percibe en un personaje de Paul Auster.