Filosofía trágica también para la ciencia (II)
Acabé el artículo anterior diciendo: “Vemos, pues, que aquí vamos a sostener una filosofía capaz, entre otros rasgos, de distinguir entre determinar y decidir, esto es, entre determinaciones no decisivamente prácticas (pues son teóricas) y decisiones prácticamente determinadas. Esto solo es posible, repito, con una nueva concepción de la razón que de momento llamaremos trágica”.
¿Por qué? Porque solo la razón trágica capta el plano de metacontigencia que es la realidad tout court. Y esto porque la razón trágica no es solo razón discursiva, logos, sino también y anteriormente lo que Aristóteles llamaba nous, captación pensante, intuición intelectual de la necesidad y de la contingencia al mismo tiempo, esto es, de la metacontingencia; pensamiento propiamente dicho anterior al conocimiento y a la deliberación, y que subyace siempre a éstas. Por esto la razón, tomada ampliamente, es trágica, porque no intuye, en esa mixtura de necesidad y posibilidad, una correspondencia con su discurso, ni la conoce ni puede sobre ella deliberar: aquí Nietzsche contra la hegeliana idea de que "lo real es racional, y lo racional, real". La intelección de lo real, de la metacontingencia, previa a su conocimiento o deliberación, es por tanto condición de posibilidad de la distinción entre determinación y decisión, o lo que es lo mismo, entre teoría y práctica, lo que las hace posibles, o quizá tendríamos que decir, meta-posibles. La intelección de lo real se realiza mediante el nous, intelecto, cuya captación pensante es intuición, como señala Aristóteles en su Ética a Nicómaco, “de los límites sobre los cuales no hay razonamiento” (lógico, se entiende). Y por tanto, como afirma Aristóteles en esta ocasión en su libro de psicología Del alma, la intelección, que es la naturaleza primordial de la razón, “es otra cosa distinta que la afirmación y la negación”, por cierto acompañada de imaginación, que a su vez no se da sin sentido común. Todo esto, claro está, a diferencia de la razón discursiva lógica, que siempre acaba afirmando o negando como tal.
Pues bien, esta intelección de lo real (la intuición del intelecto) meta-permite (aquí meta solo es una cláusula lingüística para hacer lugar a la parte de necesidad de dicha condición) el desdoble de la razón en teórica y práctica (o por mejor decir, en deliberativa, porque la técnica no es práctica y sin embargo forma parte de la razón deliberativa; pero dejemos de lado ahora el problema moderno de la técnica y el arte). Es decir, el nous se desdobla en dianoia: de ahí que se refiera Aristóteles a las virtudes dianoéticas (intelectuales, del intelecto, amarradas al nous pero pertenecientes al despliegue de su desdoble, dianoia). Virtudes intelectuales: unas, por una parte, teóricas o científicas en virtud de que su objeto -ahora sí, de conocimiento, es decir, de determinación- es lo necesario de la primordial metacontingencia; y otras, por otra parte, deliberativas, o para simplificar prácticas (o político-morales), en virtud de que su objeto de deliberación, y esto es, de decisión, es lo posible del plano primordial de metacontingencia. Virtudes intelectuales que son ya discursivas, pues desde luego tanto la razón teórica como la razón práctica, en sus respectivas formas (disposiciones, virtudes), son razones que afirman y niegan: la dianoia no se da sin lógica, o por mejor decir, se entremezcla con ella subordinándose a ella (aunque por el mismo motivo cabe hablar de una lógica trivalente). En concreto, teoría y práctica determinan y deciden, respectivamente, pero, eso sí, sin desligarse nunca una de otra, unidas como están por la misma raíz del intelecto o razón intuitiva (nous): captación pensante, o pensamiento a secas, condición anterior tanto al conocimiento científico (incluyendo el metodológico) como a la deliberación político-moral (y técnica), que hace posible, permaneciendo en ese plano primordial de metacontingencia, sin afirmar ni negar, sino entendiendo, ambos modos de despliegue de la razón tout court.
Establecido el marco de la razón trágica, veamos ahora en qué puede ser útil esta nueva concepción de la razón para el esclarecimiento del problema de la comprensión y el finalismo en la ciencia. Dice Spinoza en su Ética que "no entenderemos las cosas teniendo a la vista algún fin". En efecto, si no descartamos por completo cualquier tipo de finalismo, no entenderemos el universo, aunque sepamos muchas cosas sobre él. Y sin embargo, queremos entenderlo. Pero es que solo porque intuimos comprensivamente ese universo (lo real metacontingente: y aquí, en efecto, no importa demasiado si se trata de lo micro o de lo macro, de la galaxia o del cerebro) lo conocemos científicamente. ¡Por lo tanto, claro que lo entendemos! Eso sí, solo en la acepción trágica -y por cierto democrática- del término entender. La comprensión no es aquí orientativa, sino condicionante: si no se da esta intelección primera, no hay realmente conocimiento científico después, ni verdadera deliberación democrática. La comprensión no es aquí un universal-futuro, un universal-promesa, sino un universal-eterno, un universal-premisa, parafraseando al filósofo del lenguaje Paolo Virno. Por tanto, el conocimiento del cómo no explica el por qué, lo presupone. Y más resueltos cómos vendrán de una mejor comprensión intelectual previa, que ya es respuesta al por qué. Esta primordial visión sub specie eternitatis es trágica, porque esa primera respuesta no puede ser sino irrazonable (dado que se intuyen "los límites de los que no hay razonamiento"); pero no puede menos que ser asimismo inteligente. Aristóteles, y más aún Spinoza, acaso dirían además: ética, entera y primordial.
Coda: todo conocimiento científico que no reconoce estos límites deriva en supercherías finalistas varias, inmiscuyéndose por lo demás en decisiones prácticas que no le incumben. La ciencia detenta la primacía de los conocimientos, pero no la prioridad en la deliberación, que es práctica y no teórica, y que es lo que se pone en común en la política. Por lo demás, la tarea de la ciencia no es la comprensión, pero sin ésta no puede darse. Sin filosofía, pues, no hay verdadera ciencia. La ciencia, en sus límites, vuelve una y otra vez sobre la filosofía, como dejaba traslucir la apreciación del científico de Chicago que dio pie a este ensayo. Más vale que lo haga bien. Dicho esto, y para acabar, el artículo se titula "Filosofía trágica también para la ciencia" porque, establecidas las prioridades, necesitamos antes una filosofía trágica para la política (filosofía que propuse en mi tesis "Idea trágica de la democracia", que puede leerse a través de www.blogia.com/procopio).