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El teatro, el crítico y el espectador: La dolce vita

Tres grandes, inmensas fotos de Anita Ekberg bañándose en la Fontana de Trevi presiden el escenario del Teatro Real en el que sucede I pagliacci de Leoncavallo, con María Bayo (la soprano adorada por unos y denostada por otros, por esa absurda necesidad de mostrar su virtuosismo) y Vladimir Galouzine. En el foso, dirigiendo la orquesta, José Luis López Cobos. Pocas cosas son tan reconocibles, al menos en el mundo occidental, como el aria “Ríe payaso…”. Son dos palabras mágicas que por sí mismas son capaces de iniciar en las cabezas, al menos en las cabezas occidentales, aficionadas o no a la ópera, un montón de emociones, pese a que muchos desconozcan su procedencia. Es, sin ningún género de duda, una canción popular.


Antes, el coro, cuyos miembros hacen de espectadores, ha celebrado la llegada del camión, de ese teatro ambulante en el que a las once, cuando se eche la noche, se representará una farsa en la que un marido, cornudo sin saberlo, sospecha que lo es montando un vodevil, una pantomima. Los espectadores ficticios que el coro representa no saben que la farsa que van a ver no es tal. Así que la ríen y celebran. Están allí para divertirse. No saben que Cannio, el actor -payaso- principal de la compañía, está al corriente de que su mujer le engaña y le va a dejar, y ella, Nedda, sabe que Cannio, su marido, conoce su secreto. Mientras los espectadores ficticios ríen y aplauden, los espectadores reales asisten al drama. Y es en ese momento cuando las fotos de Anita Ekberg se hacen aún más grandes. No, no es que crezcan gracias a un efecto visual. Ni que los tramoyistas estiren las fotos hasta el máximo de su coeficiente de elasticidad. Esa escena sensual en la que ella se baña en la fuente y, en la memoria del espectador, ya que en la foto no se ve, Marcello Matroianni la mira, como la miramos todos, nos da la dimensión de nuestros sueños, de cómo vemos lo que se nos muestra, y de cómo, de conocer las verdaderas circunstancias en que sucedió, nuestra percepción de lo que se nos cuenta seguramente sería distinta.


En el homenaje que el Instituto de Cine Sueco le dedicó a Anita Ekberg en octubre del año pasado, la actriz dijo, a propósito de la escena fotografiada y ampliada: "Allí estuve esperando con un vestido de noche en el agua congelada, hacía un frío del carajo. Cuando acabó la escena, no sentía las piernas y tuvieron que sacarme en brazos". Cannio y Nedda, lo mismo que Anita, están metidos en una fuente de cualquier pequeña ciudad italiana, y el agua les congela primero los pies y luego el alma. Los que están sentados en las butacas lo saben bien, y de forma consciente o inconsciente, se identifican con ese coro que hace de público y que, sujeto a lo que ve, no imagina para sus risas la triste realidad que oculta el trabajo actoral ni el trágico desenlace que la bien construida falsedad guarda.


Anita Ekberg abomina de La dolce vita. No tiene ningún reparo en hacernos saber que si a sus 75 años la hicieran ver de nuevo la película vomitaría. Por su bien, sería bueno que alguien la avisase de los tres carteles gigantes que aparecen en el montaje en caso de que decidiese ir a ver la obra. Como por el bien de Nedda, la protagonista de I pagliacci, hubiera sido bueno que alguien la hubiese aconsejado escapar, una vez que sabía que la habían descubierto, y nos hubiese dejado escuchando a Cannio cantando solo, abandonado, su “Ríe payaso…”. Tal vez, soñando su venganza. Una venganza imposible que sólo de haberla pensado tendría que haberle hecho vomitar. Porque la vida no es dulce, Cannio, ni siquiera la de Nedda, aunque se la haya dado un payaso. Y de haberla conservado, tampoco lo hubiera sido. La Dolce Vita, Cannio, es la vida que le muestran al público unos fotógrafos que el propio público ha adiestrado para que le agrade. Ahora lo que se lleva es el escándalo. Una señora de 75 años vomitando. ¡Oh, el glamour!

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