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La sección de Catón: Nación

Mientras se conmemoraba el 27º aniversario de la Constitución española, los socios del gobierno de la nación arrancaban sus páginas en público y el presidente de la Generalidad de Cataluña reclamaba que se reformara la Constitución para adaptarla a su proyecto de Estatuto.


La Constitución de 1812 definía la nación española. Si ninguna de las posteriores lo hizo fue porque era innecesario: estaba claro que, en un sentido júrídico-político, la nación sólo puede ser una cosa, el conjunto de los ciudadanos, titulares de derechos y libertades individuales, que ejerce la soberanía y es el sujeto constituyente. Que politólogos y otros científicos hayan distinguido diversos conceptos de nación, la política y la cultural, la ciudadana y la identitaria, la inclusiva y la excluyente, no supone sino la constatación de que perviven hoy en día fuerzas políticas que, por sorprendente que sea, insisten en mantener principios fundamentales anteriores a la Ilustración y a las revoluciones liberales. Qué duda cabe de que es legítimo proclamar derechos territoriales, colectivos o nacionales. O definir la comunidad política en términos identitarios culturales, lingüísticos, étnicos o religiosos. Pero no deja de ser irritante, por lo que tiene de insulto a las inteligencias, que se haga apelando a los principios democráticos. Porque la actual fuerza de los nacionalismos no es sino una parte del esfuerzo global por cuestionar la democracia liberal en su conjunto y la Transición española en particular.


Así, llegamos a una situación en la que se tilda de predemocráticos (vaya, eufemismo de fascistoides) a quienes defienden los principios que hicieron triunfar las libertades en todo el mundo. Al mismo tiempo, los asignadores de credenciales democráticas sostienen ahora principios del Antiguo Régimen, como los privilegios territoriales. Para esto hemos tenido que pasar por que el propio Presidente del Gobierno cuestionara en sede parlamentaria el concepto de nación. No es de extrañar. La propia presidenta del Tribunal Constitucional se ha expresado en términos similares. Hemos llegado a un punto en que ese concepto liberal, la nación –y no el Rey- como soberana desaparece del vocabulario de políticos y aun de ilustres juristas. Ha cuajado la idea esencialista según la cual la nación es otra cosa, alejada de la de ciudadanía, y que se define de forma excluyente alrededor de la lengua, la cultura, la religión o la etnia. El concepto creado por el nacionalismo alemán, que condujo a dos guerras mundiales, parece haber tenido más éxito que el de los revolucionarios liberales.


Y esto es así hasta tal punto que no pocos antinacionalistas, completamente convencidos de las ideas de ciudadanía y soberanía popular, reaccionan –irracionalmente- rechazando la misma palabra que les dio sentido. ¿Nación? –se preguntan-, no, gracias. Eso es cosa de nacionalistas. No deja de ser sorprendente. Podríamos encontrar un paralelismo que quizá los haría recapacitar. Puesto que tanto Stalin –democracia popular- como Franco –democracia orgánica- pervirtieron el concepto del poder del pueblo, abandonemos la palabra acuñada por los atenienses del siglo V e inventémonos otra, si la encontramos. Al fin y al cabo, la democracia es cosa de totalitarios.

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