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Me echaron de mi hotel (cuento teórico)

Me echaron de mi hotel, por razones que no vienen al caso, y al dejar mi maleta en mi nueva habitación, temprano, antes de que la hubiesen arreglado, vi una cama doble destendida de una forma triste, típica de la gente que está sola pero no se resigna –caos del insomnio a un lado y virginidad solitaria en el otro-, y una serie de rastros que luego se fueron explicando.


Cristales rotos, por ejemplo. Aunque era lo más dramático, sin duda, estaban como recogidos al pie de una de esas viejas ventanas altas y señoriales que en París dejan entrar el viento y el frío en invierno.

La ventana daba sobre una escalerilla, y la escalerilla, de tres escalones irregulares, a un cuarto de baño con otra ventana distinguida y antigua, sobre un patio. En el centro de la bañera, alta y sin cortina, destacaban dos pelos encrespados, y en el lavamanos, un desodorante bajo cuyo olor, según noté al cogerlo como para comprobar que era real, se podía rastrear un ser humano. El mismo propietario, imagino, de los dos pelos en el centro de la bañera, y el mismo, me temo, que había dejado el televisor encendido, pero mudo, en un rincón alto de la habitación, sobre el armario, y en el que se repetían imágenes de gente idiota y sonriente: podían componer, sin duda, una pesadilla que el viajero se hubiese dejado detrás.


Salí a pasear, que es lo que suelo hacer en París, a buscar, en realidad, aunque sin terminar nunca de saber qué es lo que busco. Y lo que buscaba ese día, por entre las calles húmedas del otoño, era la historia que se había quedado latiendo en la habitación. Comencé a comprenderlo al leer una frase de Sartre: “Tiene usted razón al ligar la idea de novela y de crítica”, le escribía a Michel Sicard, en una exposición de su correspondencia en el Museo de las Cartas y los Manuscritos. “A partir de ahí se puede concebir cierto tipo de novela que todavía no ha sido hecha”.

Y no sé por qué, esa frase me hizo poner en fila, como una suerte de personajes, la cama deshecha sólo hasta la mitad, los cristales rotos (y la humedad de París que se colaba por ahí), los dos pelos encrespados en la bañera que estaba claro se habían caído de un sexo, el desodorante y la televisión viva, pero muda sobre el armario…


Todo ello armaba sin duda una historia, pero ¿cuál?


Una frase de Picasso me animó a descubrirla: “No se sabe nunca lo que se va a dibujar... pero cuando uno comienza a hacerlo nace una historia, una idea… y ya está. Luego la historia crece, como en el teatro, como en la vida, y el dibujo se transforma en otros dibujos, en una verdadera novela. Es muy ameno, créeme. Yo por lo menos me divierto muchísimo, inventándome cosas, y me paso horas enteras, mientras dibujo, viendo y pensando en lo que hacen mis personajes. En el fondo es una forma de escribir historias”.

Esa frase, que leí escrita en una pared, me impidió seguir disfrutando de la exposición, y eso que trataba sobre Picasso y la pasión del dibujo. “Ya volveré cuando haya encontrado mi historia”, me prometí, y comencé a escribir la primera parte de este cuento, cuando me expulsaron de mi hotel anterior, en la confianza en que el cuento despegaría a lo Picasso y avanzaría y terminaría solo: “[Por razones que no vienen al caso]2 [me echaron de mi hotel]1 [y llegué al nuevo antes de que hubiesen limpiado la habitación]3”, escribí en mi libreta, y luego puse los corchetes pertinentes para cambiar el orden de las frases.


Y aunque la serie de personajes –cama, cristales, pelos, desodorante, televisión-, se terminó de colocar bajo la luz de octubre que era la que se filtraba esa mañana por el cristal roto de la ventana, no terminaba de verle el final.


Entonces leí otra frase, en esta ocasión de Marguerite Duras, que había copiado en el museo de los manuscritos, quizá porque de alguna forma intuí que más temprano que tarde tendría que ver con una historia, mi historia que entonces ni sabía que era lo que esa mañana había salido a buscar. La frase de Duras era un artículo, en realidad, L’endroit du film (El lugar de la película), publicado en la revista Ciné Club bajo el título de Le cinéma c’est un spectateur (El cine es un espectador), y en el cual la escritora contaba el testimonio de alguien que había escuchado a dos espectadoras mientras asistían a una sesión de cine con noticiero y película. Se conoce que las dos mujeres no habían presenciado nunca una modalidad de cine semejante porque lo mezclaban todo en una sola cosa, de forma que “los personajes, los héroes [de la película] asistían a un partido de fútbol para distraerse de sus preocupaciones. Y mientras estaba aquí, en el fútbol, el jefe de su gobierno estaba allí, ocupado en otra cosa, en tanto que en otra parte, a su vez, un ciclón mataba, un tren descarrilaba… etcétera. La coherencia final de la película existía para estas mujeres: en cierto momento la historia central retomaba su corriente central, peculiar, ciertamente, pero ahora con una aire familiar…”


O sea, concluí cuando por la noche regresé a mi hotel -ya habían reparado el cristal, la televisión estaba apagada, no había pelos-, o sea que la historia, en realidad, era la mía: todos esos cristales rotos, esa cama destendida hasta la mitad, esos pelos sexuales perdidos sin objeto… no eran más que el noticiero de mi propia historia, que era la de siempre de la soledad del viaje cuando busca, reconocible a distancia.

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