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Lejos de Jerusalén: Miradas de mujeres

Hace años en las calles de Jerusalén había mujeres árabes vendiendo los productos de su huerta y su cocina. Solían vestir de negro con bordados brillantes y coloridos en punto de cruz, y escote cuadrado no muy pegado al cuello. Me recordaban a las lagarteranas que sólo vi dos veces en mi infancia. En la cabeza llevaban un pañuelo blanco, recogido, como muchas campesinas lo llevaban aún en España hasta hace unos años. Sus rostros, mezcla de orígenes diversos, árabe, fenicio, beduino, inglés, turco, fruto de todas las invasiones de aquellas tierras, se parecían también a los españoles.

Gritaban en hebreo su mercancía: higos frescos, uva, higos chumbos, que pelaban con habilidad para el cliente, hojas de parra para rellenar, aceitunas aliñadas o crudas. Se sentaban tranquilamente junto al supermercado y comerciaban. Iban y venían solas, llevando los cestos sobre la cabeza. Era tan corriente como la presencia de las vendedoras ambulantes en Lérida, donde yo crecí.

Unos años más tarde, empezaron a acercarse al barrio acompañadas por muchachos. Ellos nunca cargaban el peso; no les dirigían la palabra; y mientras ellas vendían se mantenían a distancia, fumando. Quizá fuesen sus hijos. No sé si las protegían o vigilaban la recaudación. Más tarde, las altaneras comerciantes, capaces de vender manejándose a duras penas en hebreo, desaparecieron del paisaje de la Jerusalén oeste.


El centro comercial lo frecuentan árabes vestidas a lo occidental, pero también con chilabas y pañuelos de color diverso, según la tendencia religiosa; no es rara tampoco la indumentaria ecléctica, similar a la que se ve en las ciudades europeas, de pantalón y pañuelo. Las clientas del centro comercial se dirigen a las vendedoras en inglés y hablan entre ellas en árabe. Siempre he sospechado que sabían hebreo pero evitan usarlo, como algunas de mis compañeras de trabajo en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Pero hay otro tipo de mujer árabe israelí: la mujer silenciosa. En las universidades israelíes abundan las mujeres árabes, distinguibles por el acento; pero después, en el mundo laboral, desaparecen. Algunas, como muchas occidentales, abandonan su carrera profesional para criar a sus hijos. Otras, forzadas por el entorno social, regresan a sus pueblos de origen para emplearse en trabajos subalternos. Y aun aquellas que, al no hablar más que árabe –paradójicamente reducidas al entorno familiar por las nuevas costumbres-, ni siquiera pueden atender una llamada telefónica sin recurrir a un varón, impotentes en la ignorancia forzada.


Hace unos días, en la admisión de urgencias del Hospital Hadassah: una mujer de mediana edad espera. Viste chilaba ortodoxa, elegante, bien cortada y se cubre con pañuelo blanco que sólo deja ver su cara. Ase firmemente su bolso. A dos pasos, un hombre de aspecto descuidado. Al llegar el turno de la señora, el hombre se dirige a la recepcionista en hebreo y después le pide a la mujer la documentación necesaria. Ella se la da sin musitar una palabra, pero le lanza una mirada de desprecio.

Él hizo los trámites y le devolvió los papeles, que ella continuó custodiando. Hacía tiempo que no me sentía tan interpelada por una mirada, aunque no fuese dirigida a mí. Una mirada que me mostraba una rebelión callada incapaz de tornarse realidad. Una mirada que evoca una intimidad tortuosa.

Poco después, mientras espero, observo a otra pareja, también árabe. En este caso el aspecto de la mujer es menos riguroso. Se repite el protocolo anterior, pero esta vez a la mujer se le cae al suelo un documento sin percatarse de ello. El hombre, que lo ve, no dice nada. Me acerco para recogerlo y entregárselo a la mujer. Ella no dice nada. Parece como si yo hubiese malogrado el guión establecido. Quizá por ello no me lo agradezca.


Mientras trataba de leer algo para matar el tiempo de la espera, pensé en esas dos mujeres, en los hijos que deben de tener, en cómo los deben de educar. En cómo los deben de querer. ¿Cómo quiere una madre a un adolescente que se convertirá en su amo en poco tiempo? ¿Cómo educa una madre a un hijo que detenta el poder sobre ella, que es adulta, que sabe tomar decisiones? No lo sé. No sé cómo se puede querer y criar a un futuro tirano, o quizá enemigo.


No creo que exista el amor incondicional. No creo que exista el amor por el déspota. Ni siquiera en una madre. Es posible que les tengan cariño, pero no creo que sea el amor de madre tal como una mujer occidental lo concibe.


El reverso de esta sumisión muda se encuentra en las plañideras, como las que recordamos de la España profunda. Los lloros y lamentos ante la muerte que vemos a menudo por la televisión parecen en buena medida impostados. Un llanto mercenario. Me vino a la mente la anécdota que recientemente me relataba un amigo español: mientras aguardaba su turno en un supermercado, cerca de Barcelona, una mujer árabe trató de colarse. Estaba embarazada, llevaba un pañuelo blanco en la cabeza. Los otros clientes le recriminaron su conducta. Ella señaló su vientre y les dijo que esa era la bomba que estaba preparando. Esto sucedió poco después del 11M. El silencio se hizo en el supermercado.


Quizá la violencia que atraviesa el mundo árabe, y que se cierne tanto sobre Oriente como sobre Occidente, tiene en parte su origen en esas madres y esposas sometidas, encargadas del cuidado de los vástagos según una tradición que en ocasiones ya había sido arrinconada tras años de occidentalización. Las mujeres condenadas al silencio que solo pueden hablar con la mirada.

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