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Otras observaciones: Melancolía darwinista

La expresión me vino hace unas cuantas tardes, y creo que define bien las sensaciones que le asaltan al hombre que ha cumplido cuarenta años sin haber alcanzado una posición de poder ni haber fundado una familia, quizá porque ni siquiera ha luchado por ello: melancolía darwinista.


Sí, ante todo no ha luchado por ello. En algún momento de la adolescencia, o a lo mejor antes, cristalizó una cierta predisposición a la ineficacia. A partir de entonces, el tiempo iba a quedar conjurado para el lirismo o para la metafísica; no para el pragmatismo. Se trata justamente, de manera peculiar, de un encantamiento. De pronto el mundo es un lugar para otras cosas, y no para la batalla por la supervivencia y la reproducción ni por la expansión del poder. Hay formulaciones que adquieren una connotación negativa: “escalafón”, “el jefe”, “sueldecito”, “plantilla”, “hipoteca”, “mi mujer y mis niños”, “una colocación”, “mandar”. Esto no indica, como es lógico, que la guerra haya cesado. Sólo que uno ha dimitido de ella. Y si en adelante, por cualquier causa, acaricia la idea de asomarse a dar tiros, uno descubre que no sabe encontrar el frente ni qué diablos hay que hacer para intervenir. Se encuentra desconcertado como Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo.


Hay también algo que podríamos llamar fidelidad a ciertas lecturas. Un prurito de nobleza sin duda puritano y cuya germinación es el signo de que, realmente, uno ya estaba perdido para la lucha darwinista. Por ejemplo, cuando llegaron a nuestras manos Pessoa o Cioran. Supusieron una conmoción; se creó (literalmente) una relación amorosa, o quizás de vasallaje. Y no es que uno se hiciese el propósito mecánico de serles fieles; es que sencillamente, dada esa veneración, encontraba que había conductas incompatibles con el Libro del desasosiego o con este aforismo de Cioran: “Mirad la jeta de quien ha triunfado, de quien se ha esforzado, no importa en qué campo. No descubriréis en ella la menor huella de piedad. Tiene madera de enemigo”. (Sobre la reproducción hay otro: “Fundar una familia. Creo que me hubiera sido más fácil fundar un imperio”).


Con ese bagaje, uno sólo ha podido pasar por los empleos, cuando por fin se ha decidido a tenerlos, de un modo irónico y, en el fondo, autosaboteador. La escenificación era, por supuesto, la del cinismo mercenario. El cual ha conducido siempre, con mayor o menor dilación, a la ruina. Uno se identificaba en esa actitud con la de un amigo guionista que decía: “A mí lo mismo me da escribir Torrente 3 que El Séptimo Sello 2, con tal de que me paguen”. La consecuencia es que uno acaba siendo escupido por el mercado. El distanciamiento no se perdona: no se encuentra una sola mierda en exposición sin una miríada de egos aupándola por detrás y empringados en el paripé de que “se lo creen”. O quizá la falla está en que el cinismo que consiente en transparentarse es, en verdad, una variante de la candidez.

Lo que se pide es una especie de método Stanislavsky para la vida. En el trabajo (y en el amor) hay que exhibirse como ser emotivo. Nuestros mercaderes (prototípicamente encarnados en Milikito) no se atreven a hacer ningún negocio sin el subrayado de una emoción. Son samurais de mesacamilla, gente que combina El arte de la guerra de Sun Tzu con las blandosidades de Paulo Coelho. Resulta una combinación sintomática: quieren calentar la frialdad del capital con cerillas de sentimentalismo barato. Y la mezcla funciona: los Milikitos suelen estar forrados y tener, encima, un millón de amigos.


Con respecto al amor, resulta muy clarificadora la lectura de La evolución del deseo, de David M. Buss. El hombre sensible o poco pragmático que lo lee (llamémosle antidarwinista) cae en estado de shock. De pronto comprende que el que lleva haciéndolo bien toda la vida es el macarra del barrio o alguien como Bertín Osborne. Y si algún ejemplar del libro cae en manos de una mujer (uno ha tenido ocasión de comprobarlo personalmente con su amiga Vázquez), ésta se limita a hojearlo sin sorpresa y a decir que todo eso ya se lo tienen ellas sabido desde los siete años. Dice la estimulante Camille Paglia, esa especie de Otto Weininger femenino (y lésbico) que me descubrió Horrach: “Clitemnestra, Medea, Lady Macbeth y Hedda Gabler, implacables conspiradoras y portadoras de la muerte, son las antepasadas de la mujer moderna”. Esa afirmación sería del todo cierta si el acento se pusiera no en la muerte sino en la reproducción. Las mujeres son, las pasadas y las presentes, auténticas princesas darwinistas.


Pero volvamos al hombre de cuarenta años y a su melancolía. ¿A qué se debe esta irrupción? ¿Es una última treta de la Naturaleza por ponerle en el camino adecuado? ¿Este desasosiego es algo equivalente al famoso, así llamado, reloj biológico femenino? ¿Una alerta de que uno se ha quedado confinado en el mono pessoano y cioranesco, sin poder evolucionar hacia el hombre (macarra de barrio, Bertín Osborne o Milikito)? Lo que está claro es que al que lleva viviendo en la metafísica desde los veinte años no puede asaltarle una crisis como la que narra Martin Amis en La información. Eso sí que lo tenía ya sabido: esa crisis (que es, en realidad, la crisis de los cuarenta más extendida) es la del que lleva toda la vida metido en el fregado darwinista y a esa edad descubre que es mortal. Pero para entonces su tarea darwinista ya suele estar cumplida. Quizá ahí esté la clave: la presuposición fisiológica de la inmortalidad; la inconsciencia que se requiere para procrear y para luchar por el poder, que es un lugar vacío. Es la ceguera de la voluntad de que hablaba Schopenhauer.


Lo que descubre el mono pessoano y cioranesco (o schopenhaueriano) es que ha desactivado demasiado pronto la ilusión del mundo. Se ha quedado, sí, como un actor ya sin papel pero aún encima del escenario. Pero atisba también que la obra es más compleja. Y que tiene su gracia. En realidad, no es sino ahora cuando empieza a comprender el mundo. El lirismo y la metafísica habían sido su velo de maya que le impedía percibir (e incluso apreciar) el velo de maya. Se trata de algo subyugante. Nada menos que el estupor ante la aparición de un mundo nuevo: precisamente este mundo. El mundo que el hombre de cuarenta años lleva cuarenta años pisando como una Atlántida sumergida. Y de pronto esa Atlántida emerge y resulta que estaba donde siempre había estado: bajo sus pies.

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